
Símbolo de la comida rápida mexicana, la torta ha recorrido un largo camino desde sus orígenes en el siglo XIX hasta convertirse en un clásico nacional
La torta mexicana, presente tanto en fondas como en puestos callejeros, es un platillo que refleja la creatividad y la diversidad gastronómica del país. Su capacidad para adaptarse a múltiples ingredientes y estilos la ha convertido en una opción versátil y popular en todo México.
Los primeros registros del término aparecen hacia 1864 en Puebla, cuando el periódico El Pájaro Verde mencionó una “torta compuesta”, evidencia de que ya se rellenaba pan con guisos o carnes. Sin embargo, fue en 1892 cuando Armando Martínez Centurión comenzó a venderlas en la Ciudad de México, utilizando bolillos para crear un producto práctico y nutritivo.
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El bolillo, pieza clave en su historia, llegó durante el siglo XIX como una adaptación local de la baguette francesa en tiempos del emperador Maximiliano. En Jalisco, la idea evolucionó con el birote, pan más firme y salado, dando origen a la célebre torta ahogada. Con el tiempo, cada región aportó sus propias variantes.
Entre las más conocidas está la cubana, abundante en ingredientes y bautizada por la calle República de Cuba; la guajolota, con tamal en su interior, típica de la capital; o la guacamaya guanajuatense, rellena de carnitas o cueritos y salsa martajada.
En otros países existen preparaciones similares como el bocadillo español, el sándwich estadounidense o el bánh mì vietnamita, pero la torta mexicana destaca por su sabor intenso, tamaño generoso y capacidad para combinar ingredientes tradicionales con influencias extranjeras.
Su historia demuestra cómo México transforma productos foráneos en auténticos símbolos culturales, manteniendo viva la tradición mientras se reinventa en cada bocado.