
El cascanueces pasó de ser una simple herramienta para abrir nueces a convertirse en un ícono de la Navidad, gracias a la artesanía europea y a la cultura popular
En el imaginario de la Navidad conviven figuras como Santa Claus, los renos, las luces y los copos de nieve. A esa lista se han sumado, con creciente presencia, los cascanueces decorativos que suelen colocarse junto al árbol. Aunque hoy se asocian de manera natural con las fiestas decembrinas, su historia es mucho más antigua y funcional de lo que sugiere su aspecto ornamental.
Antes de convertirse en un símbolo festivo, el cascanueces fue un utensilio doméstico. Su propósito original era romper la cáscara dura de los frutos secos, en especial de las nueces, un alimento común en Europa desde la Antigüedad. Los primeros modelos eran herramientas sencillas, fabricadas en metal o piedra, sin intención estética ni valor simbólico.
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Registros arqueológicos y documentos históricos indican que ya en el Imperio romano existían instrumentos específicos para abrir nueces. Sin embargo, estos objetos carecían de cualquier rasgo decorativo. El cambio comenzó a gestarse en la Europa medieval, cuando el trabajo artesanal dio un nuevo significado a objetos de uso cotidiano.
Fue en regiones como Alemania y Austria donde los artesanos empezaron a tallar cascanueces de madera con formas humanas. Estas piezas, además de cumplir su función práctica, representaban personajes del imaginario popular y reflejaban la creatividad de los talleres locales. Con el tiempo, esta tradición se consolidó, especialmente en la región alemana de Erzgebirge, conocida por su producción artesanal de juguetes y figuras de madera.
Entre los siglos XVII y XVIII, los cascanueces adoptaron su imagen más reconocible. Muchos representaban figuras de autoridad como soldados, reyes o jueces, con mandíbulas exageradas y gestos rígidos que, según algunos historiadores, funcionaban como una sutil sátira del poder. De acuerdo con el folclore alemán, colocar un cascanueces en casa también tenía un sentido protector, pues se creía que ayudaba a alejar la mala suerte y los malos espíritus.
Durante los siglos XVIII y XIX, estas piezas se volvieron objetos apreciados que se heredaban o se regalaban en celebraciones importantes, sobre todo en invierno, cuando aumentaba el consumo de frutos secos. Con la llegada de la industrialización, su producción creció y comenzaron a exportarse a otros países de Europa y, posteriormente, a Estados Unidos.
La asociación directa con la Navidad se consolidó gracias a la literatura y la música. En 1816, el escritor alemán E.T.A. Hoffmann publicó El cascanueces y el rey de los ratones, un relato ambientado en la víspera navideña que transformó al cascanueces en un personaje mágico. Décadas después, en 1892, el ballet El cascanueces de Piotr Ilich Chaikovski reforzó esta conexión al convertirse, con el paso del tiempo, en una obra emblemática de la temporada.
A partir de la década de 1940, los cascanueces comenzaron a producirse masivamente como figuras decorativas. Muchos dejaron de ser funcionales y pasaron a elaborarse con materiales como resina o cerámica. Así, un antiguo utensilio de cocina terminó por consolidarse como uno de los símbolos más reconocibles de la Navidad en distintos países del mundo.







