
Baja California, antes bastión prometedor de Morena, se desmorona bajo el peso de escándalos que vinculan a sus líderes y gobierno con el crimen organizado. Y en el centro de esta debacle están Julieta Ramírez Padilla y Ismael Burgueño Ruiz, quienes no solo han avalado lo indefendible, sino que cargan con la responsabilidad de haber convertido sus aspiraciones políticas en un proyecto inviable manchado por complicidades sospechosas. Lo más importante: no entienden la política nacional.
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Cuando la OFAC de Estados Unidos sancionó a la diputada Hilda Araceli Brown Figueredo por presuntos nexos con “Los Mayos” del Cártel de Sinaloa, Ramírez Padilla y Burgueño Ruiz no dudaron en salir a defenderla públicamente, avalando su “conducta intachable”. Esta postura no fue un error menor: fue una declaración de lealtades que los colocó del lado equivocado de la historia. Días después, cuando el diputado Ricardo Monreal urgió desde la Cámara de Diputados que Brown solicitara licencia, la defensa inicial de ambos quedó expuesta como lo que realmente era: un blindaje que priorizó la protección del círculo que encabeza la gobernadora Marina del Pilar sobre la transparencia.
Esta defensa no fue ingenua; fue cómplice. En Baja California el narcotráfico ha permeado la política por décadas, y respaldar a una figura señalada por Washington no pasa desapercibido. Ramírez y Burgueño apostaron mal, por posible apoyo a Marina del Pilar y esa apuesta los perseguirá hasta 2027 y más allá. Ambos comparten un lastre insalvable: su órbita política está contaminada desde la raíz. El verdadero clavo en el ataúd es el Senador Adán Augusto López, el coordinador de Morena en el Senado. Este “bajacaliforniano honorario”, acusado de tolerar redes criminales en Tabasco y envuelto en el escándalo de “La Barredora”, formaba parte de la red de apoyo de Julieta Ramírez y por otra vía de Ismael Burgueño.
La defensa de Brown no fue un desliz; fue una radiografía de sus prioridades. La senadora de la república y el presidente municipal de Tijuana no son víctimas de las circunstancias; son protagonistas de una erosión que pudieron evitar y eligieron no hacerlo. Su silencio cómplice, sus lealtades cuestionables y su incapacidad para distanciarse de figuras tóxicas los convierten en inviables para cualquier proyecto serio de gobierno; y no es ningún misterio que Carlos Torres, el esposo de la gobernadora, es quien manda dentro del Ayuntamiento de Tijuana. Lo cual también es una traición a Morena, partido que los ha defendido siempre.