
El conflicto que atraviesa el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) no es un asunto interno ni una disputa menor por estilos de gestión. Es el reflejo de una batalla más amplia por el sentido del conocimiento público en México. Desde hace años, esta institución se ha convertido en un campo de disputa entre dos proyectos antagónicos: uno, que concibe la ciencia como herramienta de soberanía y desarrollo nacional; y otro, que la reduce a un instrumento de legitimación del poder económico y burocrático.
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Hace cuatro años, la resistencia a la transformación del CIDE fue encabezada por Claudio X. González y Sergio Cabrero, símbolos de la vieja élite académica neoliberal que utilizó al Centro como bastión ideológico del mercado. Aunque ese intento de captura fue derrotado, su herencia persiste. Hoy, aquella red de intereses se ha desplazado al interior del propio Estado: la derecha académica ya no opera desde fuera, sino desde dentro de la 4T, donde se ha revestido de un lenguaje progresista mientras defiende los mismos privilegios y jerarquías de antaño.
Desde ciertos espacios de la Secretaría de Ciencia, se han tolerado —e incluso estimulado— conductas abiertamente porriles dentro del CIDE. Lejos de fomentar el debate, estas acciones buscan crear un clima de desgaste y fabricar escándalos mediáticos que debiliten la autoridad institucional. No se trata de incidentes espontáneos, sino de una estrategia política cuidadosamente orquestada: la provocación interna, la amplificación en medios menores y la posterior intervención administrativa.
El objetivo es claro: revertir el proyecto académico que, en los últimos años, ha devuelto al CIDE su carácter público y su vocación nacional. Ese proyecto se sustenta en una premisa que incomoda a muchos: que México no podrá desarrollarse si no recupera su soberanía económica, tecnológica y científica, y que la política industrial es el corazón de cualquier estrategia de independencia nacional.
Esa tesis, defendida con constancia en diversos espacios de análisis, ha irritado a los sectores que durante décadas se beneficiaron del desmantelamiento del Estado desarrollador. De ahí la violencia simbólica con la que reaccionan: incapaces de debatir ideas, optan por desacreditar a las personas y desfigurar los hechos.
La campaña mediática reciente ilustra ese patrón. Portales de bajo rigor repiten acusaciones de “misoginia”, “autoritarismo” o “favoritismo” sin aportar una sola evidencia verificable. Las notas se reproducen con las mismas frases, los mismos adjetivos y la misma intención: construir un relato de abuso para encubrir una lucha de poder. En esa narrativa, las verdaderas provocaciones son borradas y las víctimas se invierten.
El fenómeno no es nuevo. Las prácticas porriles que durante décadas deformaron la política universitaria en la UNAM —la provocación, el hostigamiento y la victimización como instrumento de poder— hoy se trasladan al CIDE bajo nuevas banderas. Lo que antes se expresaba en bloqueos o agresiones físicas, ahora adopta formas más sofisticadas: insultos públicos, irrupciones simbólicas, videos diseñados para manipular la percepción.
El resultado es un clima de hostilidad permanente que no podría existir sin la complicidad de ciertas autoridades. Su silencio, y en algunos casos su estímulo, convierten la provocación en política institucional. No se trata de proteger derechos, sino de debilitar a quien defiende un proyecto académico soberano.
Los hechos recientes lo confirman. En los videos anexos a este texto se observan actos deliberados de provocación dentro del campus: en uno, dos profesores invaden el espacio de estacionamiento reservado al director general, buscando una reacción que después pueda presentarse como abuso de poder; en otro, una integrante del Seminario Interdisciplinario de Mujeres, Feminismos y Género arroja el cono que resguarda el lugar del titular de Finanzas, tras increpar públicamente al director en una asamblea sindical.
No son anécdotas ni malentendidos. Son manifestaciones de una estrategia que combina la provocación con la guerra mediática, y cuyo objetivo es claro: frenar un proyecto de pensamiento soberano y restaurar el viejo orden académico subordinado al capital.
El CIDE, sin embargo, ha demostrado una y otra vez que no se doblega. Su defensa de la soberanía intelectual —esa que hoy irrita a burócratas, tecnócratas y supuestos progresistas— es también una defensa del país. Y por eso, pese a la calumnia y la provocación, sigue siendo un espacio que piensa con libertad, en un tiempo en que muchos prefieren obedecer.