
El programa Hecho en México fue relanzado por el gobierno federal como emblema del orgullo productivo nacional. Según su narrativa oficial, el sello distingue a los bienes elaborados en el país, impulsa el contenido nacional y fortalece el mercado interno. Pero detrás del logotipo resplandeciente hay un mecanismo burocrático que convierte la soberanía industrial en contabilidad patriótica.
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El requisito esencial para obtener la autorización es mínimo: basta con que el producto sea “manufacturado o ensamblado en México”, sin importar el origen de los insumos. La Secretaría de Economía permite incluir dentro del supuesto “contenido nacional” todo tipo de gastos locales: renta del inmueble, pago de electricidad y agua, sueldos administrativos, limpieza, papelería o depreciación de maquinaria. En consecuencia, casi cualquier erogación hecha dentro del territorio puede presentarse como valor mexicano, aunque los componentes esenciales, la tecnología y el diseño provengan del extranjero.
Así, un automóvil armado con piezas importadas, un televisor ensamblado con circuitos asiáticos o un alimento procesado con materias primas foráneas pueden portar el sello Hecho en México sin contradecir las reglas. La ficción del “50 % de contenido nacional” se cumple en el papel sumando gastos operativos, no producción. Es la mexicanización de la etiqueta, no de la industria. Se aplaude el lugar del ensamble, aunque la inteligencia del producto —su diseño, ingeniería y software— siga en otro país.
A cambio, las empresas obtienen beneficios tangibles: el uso gratuito del logotipo oficial del Gobierno de México durante cinco años, promoción institucional en ferias y exposiciones, prioridad en campañas de exportación y respaldo simbólico de mexicanidad ante el consumidor. Ninguna de esas ventajas implica compromisos de integración de proveedores nacionales, sustitución de importaciones o transferencia tecnológica. Se entrega reputación sin exigir transformación.
La paradoja es que la mayoría de las compañías que hoy ostentan el sello no son mexicanas. Son filiales de corporaciones transnacionales —automotrices, electrónicas, farmacéuticas o agroalimentarias— que desde hace décadas dominan el comercio exterior. El programa, lejos de fortalecer la industria nacional, refuerza a los actores más poderosos, que ahora pueden presentarse como campeones del “orgullo mexicano” sin modificar un solo eslabón de su cadena importadora.
El resultado es una operación simbólica que confunde gasto interno con producción nacional. El origen del recibo de luz o del contrato de arrendamiento no define la nacionalidad tecnológica de un producto. Un país puede pagar salarios y servicios dentro de su territorio sin generar una sola capacidad propia. La soberanía no se mide en nóminas ni en papelería, sino en el control del conocimiento, el diseño y la innovación.
El procedimiento de registro es igualmente superficial: se realiza en línea, sin verificación técnica ni auditoría independiente. La Secretaría de Economía emite la autorización a partir de declaraciones de buena fe; no exige pruebas del origen de los componentes ni evalúa el valor agregado real. Así, el sello se convierte en un certificado administrativo, útil para fines de promoción, pero vacío de contenido productivo.
La finalidad es más comercial que industrial. El distintivo se promociona como herramienta de posicionamiento en anaqueles, plataformas digitales y ferias internacionales. Es un instrumento de marketing público, no una estrategia de desarrollo. En los hechos, legitima la dependencia estructural de una economía que ensambla lo que otros diseñan, y vende como propio lo que solo alquila temporalmente.
Mientras tanto, el discurso oficial celebra las cifras: cientos de empresas y miles de productos autorizados, sin precisar cuánto del valor de esos bienes se genera efectivamente en México. El padrón crece, pero la capacidad productiva no. Se confunde la expansión de las autorizaciones con el fortalecimiento industrial. El país presume un catálogo de logotipos, no una base manufacturera sólida.
El sello Hecho en México podría haber sido el inicio de una política industrial moderna, basada en contenido nacional verificable, desarrollo de proveedores y aprendizaje tecnológico. Pero su diseño lo reduce a un trámite gratuito que otorga identidad sin sustancia. Bajo la apariencia de orgullo nacional, consolida la condición de país ensamblador.
La etiqueta pretende certificar independencia, pero solo exhibe su ausencia. México no necesita más distintivos ni campañas de autoestima económica: necesita fábricas, ingenieros y tecnología propia. Mientras compre lo esencial y venda lo accesorio, ningún logotipo bastará para ocultar la dependencia. Y mientras la política industrial se confunda con propaganda, el país seguirá creyendo que produce lo que en realidad solo arma.
El verdadero “hecho en México” no debería estar en el papel membretado del gobierno, sino en la estructura material de la economía: en la capacidad de diseñar, fabricar y dominar la tecnología que se usa. Todo lo demás es una ilusión bien impresa.
Félix Estrada







