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La era nuclear: Julius Robert Oppenheimer

La tarde del 27 de mayo de 1954, en un procedimiento de audiencia de seguridad, con 2 votos a favor y 1 en contra, se decidió que era una especie de traidor; o no tanto, pero por lo menos no era un hombre que se pudiera considerar “confiable” para los Estados Unidos de América. Pasó de ser un héroe nacional a ser un hombre que casi acaba en el exilio, sin poder, ni mucho menos riqueza; con el prestigio personal y profesional bastante abollado y con un legado -por decir lo menos- cuestionable. Julius Robert Oppenheimer había heredado a la humanidad el conocimiento científico más importante, trascendente y letal que se hubiese conocido a la fecha.

Nació en Nueva York en 1904, en el seno de una familia pudiente y acomodada, lo que le permitió recibir la mejor educación que su posición le podía conceder. Habilidoso para las artes, aún así se inclinó por la ciencia y se graduó en Química en la Universidad de Harvard.  A pesar de su mención Summa Cum Laude, y después de continuar sus estudios en Europa (ahora en física experimental), pronto se dio cuenta que lo suyo no era el laboratorio, por lo que se enfocó completamente en la física teórica. Ese fue el giro que marcó, por decirlo de algún modo, el destino de la Segunda Guerra Mundial.

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A partir de ese momento su carrera académica y profesional fue en ascenso. Socialmente era muy diestro, por lo que se hizo de un círculo de amigos notable y que reunía personalidades de todo el mundo, entre los que destacaban científicos e investigadores de primer nivel, políticos prominentes e incluso personajes adinerados que disfrutaban relacionarse con un hombre tan particularmente interesante como Oppenheimer. En contraste, también desde muy joven, se relacionó con grupos de simpatizantes comunistas, muy abundantes en la época. Esa vena “de izquierda” lo marcó y lo acompañó para siempre, al grado de que fue, sin duda alguna, el estigma que le costó el fin de su carrera profesional. En esos grupos, que se reunían un poco en lo obscuro y lo clandestino, fue que conoció a sus grandes amores, y es que también hay que mencionar que la fama de mujeriego no lo dejó solo nunca y que igualmente le pasó factura a su vida pública.

Poco después del inicio de la guerra, y ya encumbrado en el éxito y el reconocimiento, fue invitado a participar -gracias a numerosas recomendaciones de la comunidad científica- en el Proyecto Manhattan, un programa ultrasecreto del gobierno norteamericano cuyo objetivo era el desarrollo de la bomba atómica. En 1942 asumió el liderazgo del Laboratorio Nacional de Los Álamos, donde dirigió a un grupo selectísimo de científicos, técnicos e investigadores, quienes tenían como meta construir la bomba en un tiempo récord, ante la muy fundada sospecha de que los alemanes (e incluso los rusos) trabajaban aceleradamente en fabricar su propio artefacto nuclear. Para contrarrestar esto, el gobierno destinó todos los recursos que tuvo a su alcance, comenzando por un presupuesto de más de 2 billones de dólares, y dio a Oppenheimer carta abierta para cumplir con su cometido y superar todos los desafíos científicos y tecnológicos que habría de encontrar en Los Álamos.   

Así, el 16 de julio de 1945, el equipo consiguió realizar exitosamente la detonación de la primera bomba atómica, en una prueba que fue bautizada como “Trinity”. Este logro fue transmitido rápidamente al entonces Presidente Harry S. Truman, quien se encontraba en ese momento en Alemania reunido con Churchill y Stalin, en el marco de la Conferencia de Postdam, en la que se pretendía acordar cómo administrarían Alemania, misma que se había rendido semanas atrás. Por esto, era de suma importancia que Truman tuviese en sus manos la carta de la bomba, misma que le permitiría negociar con ventaja en los acuerdos que se firmarían. Después de aquí, solo quedaba Japón.

Hasta este momento los remordimientos que acompañarían a Oppenheimer por el resto de sus días, no lo habían atormentado aún como sucedió después. Poco a poco se habría dado cuenta de lo que significaba para la humanidad su descubrimiento, pero aún tenía algo que le daba un poco de consuelo: sabía que la bomba atómica costaría miles, tal vez cientos de miles de vidas, pero creía que con ello evitaría la muerte de millones, dado que no había otra forma de que Japón se rindiera, lo que alargaría la guerra y la agonía. 

Lo que sigue es historia, y lo habremos de repasar la próxima semana. El “Padre de la bomba atómica” estaba por contemplar la sacudida de muerte y destrucción que había creado y, poco después, el final de su carrera, hundido en la humillación, el descrédito y la ingratitud que el mismísimo Albert Einstein le había advertido años atrás. 

Abelardo Alvarado Alcántara

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