
El fenómeno de adolescentes sicarios en Colombia, originado en la era de Pablo Escobar, sigue vigente y genera profundas consecuencias sociales y de salud mental
En Colombia, la problemática de adolescentes sicarios sigue siendo un grave desafío, con raíces que se remontan a la época de Pablo Escobar. Durante los años 80, el capo del narcotráfico construyó un ejército de jóvenes vulnerables, provenientes de contextos de pobreza extrema, a quienes incentivó para cometer actos violentos, dejando un legado que persiste hasta hoy.
Esta realidad volvió a la luz tras el atentado sufrido por Miguel Uribe, aspirante a la presidencia, en un parque de Bogotá. Un adolescente de 15 años fue acusado de intentar asesinarlo a balazos. Aunque el joven se declaró inocente y permanece detenido, el hecho reabre el debate sobre cómo la violencia afecta a menores y sus familias.
Un video del ataque muestra al adolescente entre la multitud disparando contra Uribe, quien recibió tres impactos y se encuentra en estado crítico. Esta situación no sorprende a expertos como Mathew Charles, exasesor de Unicef en Colombia, quien recuerda que “esto no es algo excepcional para Colombia”.
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Las bandas criminales reclutan adolescentes por su vulnerabilidad y las menores penas que enfrentan, según explicó Luz Adriana Camargo, fiscal general del país. En 2024, casi cinco mil menores de entre 14 y 17 años ingresaron al sistema penal por delitos graves, incluido homicidio, según cifras oficiales del Ministerio de Justicia.
Estos jóvenes suelen provenir de barrios marginales con pocas oportunidades educativas y ambientes familiares inestables. “Están buscando soluciones rápidas para obtener dinero porque no hay comida en la mesa por las noches en su casa”, señala Charles. La pobreza afecta a un tercio de la población colombiana, y el abandono escolar afecta a casi el 4% de niños y adolescentes, creando un caldo de cultivo para la criminalidad.
El reclutamiento de menores se facilita también por el consumo de drogas, que según Astrid Cáceres, directora del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, es un factor que las mafias explotan para controlar a estos jóvenes y empujarlos al delito.
Desde la perspectiva legal, la justicia juvenil en Colombia tiene un enfoque restaurativo y educativo, con penas máximas de ocho años para homicidio, mientras que los adultos pueden recibir hasta 50 años de cárcel. El penalista Francisco Bernate explica que la capacidad de los menores para comprender las consecuencias de sus actos es limitada, por lo que reciben un trato diferenciado conforme a tratados internacionales.
Este fenómeno ha dejado una marca imborrable en la historia reciente del país. Casos emblemáticos como el asesinato del candidato Bernardo Jaramillo en 1990, cometido por un menor de 16 años, ilustran la complejidad del problema. Según el periodista Jorge Cardona, “ese muchacho duró un poco más de un año detenido (…) y en 1992 apareció muerto a tiros junto a su padre en el baúl de un carro en Medellín.”
Otros crímenes notables incluyen el asesinato del ministro Rodrigo Lara Bonilla en 1984 y el del exguerrillero Carlos Pizarro en 1990, ambos perpetrados por jóvenes armados, dejando secuelas profundas en la sociedad colombiana.
El legado de Pablo Escobar en este contexto no solo es histórico sino que tiene efectos actuales, con impactos directos en la salud mental y social de miles de jóvenes atrapados en ciclos de violencia y marginalidad, un desafío que requiere respuestas integrales desde la prevención, la educación y la justicia social.