
Por: Mariana Primero
Una fila virtual, cientos de miles de personas frente a una pantalla refrescando el navegador, conteniendo la respiración. No hay agua, no hay sol, pero sí ansiedad, espera y una especie de fe extraña en que el sistema no colapse antes de que sea tu turno.
Así se vive ahora el acceso a un concierto en vivo, hoy en día no basta con querer ir: hay que pelear por ello. Esperar horas (o días) para conseguir un boleto… para un concierto que no será esta semana, ni el próximo mes, sino dentro de nueve, doce o hasta dieciocho meses.
¿Cómo es que una generación acusada de evitar relaciones duraderas, que cambia de trabajo con la misma facilidad con la que cambia de serie, logra esta especie de vínculo prolongado con un espectáculo aún lejano?
Porque, seamos honestos, en el mismo grupo de WhatsApp donde se hace el plan de vida para ver a Bad Bunny en 2026, hay quien no sabe si seguirá en el mismo país, el mismo empleo o la misma relación para entonces.
Y, sin embargo, ahí están: dos millones de personas intentando entrar a una sola preventa. Dos millones. Lo equivalente a toda la población de ciudades como Puebla, Tijuana o León. Solo por la posibilidad de tirar más fotos en el show de Benito.
Pero el fenómeno de las preventas no es exclusivo para el puertorriqueño, Cazzu llenó el Auditorio Nacional en minutos; Nsqk, artista independiente, agotó el Palacio de los Deportes para un concierto que ni siquiera sucede este semestre. Tal vez lo que ofrecen estos conciertos no es solo música en vivo, sino algo más valioso: un ancla emocional en medio del caos.
En un mundo donde todo es efímero, tener un boleto en el correo electrónico representa un futuro al que aferrarse, un evento al que proyectar esperanza, una razón para seguir ahorrando, resistiendo, planificando, aunque el objetivo de deseo sea dos horas de euforia compartida.
Y en ese sentido, el espectáculo funciona como una forma moderna de ritual colectivo, no importa si cambias de casa, de pareja o de idea veinte veces antes de que llegue la fecha, esa entrada digital es una promesa que no se rompe. No porque no se pueda, sino porque no se quiere.
Ahí es donde vive el verdadero fenómeno: no en la venta masiva, sino en el deseo íntimo de creer que una cultura donde se tiene acceso inmediato a casi todo, para ciertas cosas todavía estamos dispuestos a esperar.