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Tengo libros en una de las cómodas de la recámara, pero casi no los leo. Me los llevo con la ilusión de repasarlos antes de dormir, pero llegado el momento el imperio del celular se apodera de mí y lo olvido. Ayer, mientras limpiaba uno me llamó la atención, Amores al margen, de Yōko Ogawa.
Lo tomé con la sensación de que ya lo había leído, pero no lo recordaba con claridad. La contraportada no me dijo mucho, pero tras leer las primeras líneas me situé en un sitio ambiguo en donde supe que ya lo había leído, pero también olvidado casi por completo. ¿De qué iba la trama? No lo recordé pero sí que su lectura me produjo cierta paz y nostalgia, que el libro me había causado eso que hacen los buenos libros: un paréntesis, la construcción de un momento para pensar o sentir o imaginar.
La ciencia ficción suele tener metáforas muy exactas sobre la fragilidad de la experiencia humana, y una de las que más me gusta se encuentra en una novela de Arthur C. Clark, El fin de la infancia. En ella, la Tierra desaparece tras la llegada de una raza de alienígenas que nos ayuda a trascender; pero casi al final, el hombre que los ha ayudado sin saber a tan ¿terrible? acto y, ante la inminente destrucción de la Tierra, le pide a los seres del espacio que al menos dejen algo en el sitio donde estuvo nuestro planeta; algo, un recuerdo, algo que señale que ahí existió una civilización. Estos acceden y marcan el fragmento de una obra de ¿Mozart? en la zona del tiempo y el lugar que nos correspondería. Así, cada que alguien -o algo- por equivocación o decisión pasen por ahí escucharán la música, pero solo será eso: una sensación reducida y compacta, una hojeada que al menos dará un indicio de lo que algo ocurrió ahí.
Justo esa sensación: apenas un indicio de “algo” fue lo que recuperé cuando tomé el libro de Ogawa. ¿Cómo era posible que hubiera olvidado la trama?, pero también, ¿qué había hecho la historia para que pudiera resumir esa experiencia lectora a una sensación de nostalgia incluso tras muchos años de haberla leído?
Para lo primero tengo la respuesta: al leer nos situamos en un tiempo y un espacio de nuestras vidas que migra y se degrada con el tiempo. Somos uno con el libro por momentos y después, lo olvidamos. A veces las historias se fijan con mayor fiereza en nosotros, a veces no y tiene que ver con la historia propia de cada quien.
Para lo segundo no tengo tanto una respuesta, sino más bien una teoría: al final pude traducir la experiencia de lectura a la nostalgia. Pero, ¿cómo lo hice? Asumo que fue gracias a que realmente alimenté la novela con mis miedos y esperanzas de esos días en los que leí el libro y que ésta pudo convertirse en algo más. Dicen que la lectura es un acto mágico, pero no lo es: es un acto de traducción: no es un acto de transcripción de la historia, ni un acto de traslación: sino realmente, de volver en lengua propia lo que sucede en la novela o el poema.
¿Cómo se llega a eso? Aunque parezca un acto de magia, solo se lee cuando se traduce la historia -un lenguaje, unos personajes y unos símbolos- a nuestro idioma: ese que está compuesto por nuestras formas de pensar, de accionar, de imaginar y de entender el mundo. Quien lee sólo para captar información tiene acaso, la forma más rudimentaria de la lectura. De lo que hablo es de quien lee para imaginar nuevos mundos y nuevos yo. De quien lee para abandonarse, para encontrar en una historia el agujero del conejo por el que habrán de huir.
Y aquí es donde nos entrampamos. ¿Cómo explicamos esto último? ¿Cómo le hacemos saber a los demás que deben leer para imaginar, para soñar, para pensar? ¿Cómo explicamos ese ejercicio emocional e intelectual de mirar al otro para entender lo propio? ¿Parece que digo una tontería? Es posible, porque nuestra gran desgracia es que la lectura tiene solo un hablante: el que lee. Somos lectores construidos en el soliloquio.
Pessoa, quien fue muchos lectores o, al menos cuatro bien diferenciados, en su Libro del desasosiego habla sobre cuántas veces ha estado en la mecedora en su casa y le viene una idea genial para ser escrita y cómo, al ponerse en pie para transcribirla, ésta desaparece.
Lo mismo ocurre al leer: ¡Cuántas veces no hemos querido decirle al otro lo que nos gusta del libro pero nunca encontramos las palabras adecuadas! Nuestra vida completa sólo nos ha servido para leer a una sola persona: a nosotros mismos. Y nuestros libros, tirados por aquí o por allá, en el librero o en la cómoda de la recámara, solo pueden llamar realmente a un lector que para ser con ellos tiene que ponerse en riesgo.
Y esa emoción, es la que aún no sabemos cómo traducir a los otros.

Antonio Ramos Revillas es escritor y director de la Casa Universitaria del Libro de la UANL.

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