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Una lectura del siglo XXI: Nazarín ¿el progresista?

julio 12, 2025
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Por: Hugo Alfredo Hinojosa

La obra de Luis Buñuel, en su incisiva disección de Nazarín de Benito Pérez Galdós, nos confronta con un nudo filosófico inexorable: la esterilidad de la bondad como gesto evanescente, no ya como virtud abstracta, sino como praxis que, en su pureza quimérica, se transmuta en veneno para el mundo que aspira redimir. Ambientada en el México porfiriano —ese régimen de Porfirio Díaz que, entre 1876 y 1911, forjó un espejismo de modernidad con ferrocarriles y haciendas prósperas para una élite criolla y extranjera, mientras el 90% de la población rural yacía en una miseria que rozaba el analfabetismo masivo [con tasas superiores al 80% en zonas indígenas] y un coeficiente de Gini estimado en torno a 0.55, comparable a las desigualdades contemporáneas de América Latina—, Buñuel no teoriza una moral etérea, sino una aplicada al barro de lo concreto: un México donde la concentración de la tierra en manos de latifundistas exacerbaba hambrunas cíclicas y revueltas campesinas, recordándonos que la injusticia no es anomalía, sino arquitectura del poder.

En este tapiz de opresión estructural, el cineasta aragonés radicaliza el dilema galdosiano entre fe y humanismo, revelando cómo la caridad del padre Nazario —ese santo quijotesco encarnado por Francisco Rabal— no solo fracasa en su utopía evangélica, sino que anestesia el clamor de los oprimidos, perpetuando el ciclo de la miseria como si fuera un designio divino inevitable. Esta premisa nos arroja a una crítica filosófica: la bondad no como telos autónomo, sino como praxis histórica, donde su desvinculación del conflicto material la condena a la complicidad.

Nazarín, con su intensidad contenida —Rabal teje un rostro de pureza dogmática, un quicio entre convicción y ceguera—, ilustra esa paradoja: su mansedumbre cristiana, lejos de subvertir el orden, lo apuntala. En el episodio del coronel que azota al peón, su reproche verbal es un eco hueco, una etiqueta de herejía que él mismo asume como trofeo, retirándose sin mancharse las manos. Buñuel lo filma con esa frialdad etnográfica que evoca el realismo crítico ante las farsas posmodernas: la cámara no acaricia, diseca, exponiendo la virtud performativa como un ritual que exorciza la culpa del virtuoso sin alterar el altar del opresor. Aquí, el contrapunto del siglo XXI irrumpe con crudeza: ese progresismo simbólico llamado “ética del simulacro”, donde la denuncia en redes sociales —un like a #NiUnaMenos o un retuit de #BlackLivesMatter— suplanta la confrontación material, convirtiendo la indignación en capital afectivo sin riesgo ni consecuencia.

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Así, en España, la agenda woke de la Ley de Memoria Democrática [2022], que exhumó fosas franquistas con pompa simbólica pero dejó intactas las desigualdades territoriales [con un Gini nacional de 0.34 en 2023, pero disparidades regionales que rozan el 20% entre Cataluña y Extremadura], ha sido criticada por filósofas como Susan Neiman como una fusión perversa de emotividad izquierdista con esencialismos derechistas, un “woke” que prioriza el gesto reparador sobre la redistribución efectiva, permitiendo que el 26% de la población en riesgo de pobreza persista como reliquia invisible.

Internacionalmente, el escándalo de Bud Light en 2023 —cuando su campaña con Dylan Mulvaney, un influencer trans, generó un boicot que evaporó 1.400 millones de dólares en valor de mercado, acusado de “virtue signaling” corporativo vacío que no abordaba la discriminación trans real [con tasas de desempleo del 30% en esa comunidad en EE.UU.]— ejemplifica cómo el alarde moral se desmorona ante la ineficacia: un gesto inclusivo que enriquece a accionistas mientras las estructuras transfóbicas perduran. Es la nazarínica anestesia actualizada: la bondad como like, el perdón como hashtag, la transformación como meme efímero.

En la aldea pestilente, el rechazo de la moribunda al consuelo espiritual de Nazarín —prefiriendo el tacto carnal de su esposo— desgarra el velo: las abstracciones piadosas insultan el dolor material. Buñuel, con su austeridad —paisajes vastos pero áridos, rostros surcados sin romanticismo—, nos obliga a confrontar esa inutilidad: la bondad de Nazarín como narcisismo espiritual, un yo virtuoso que precisa del otro sufriente para su autoafirmación. Trasladado al hoy, evoca esa “política del símbolo” como fetichismo ideológico: en España, el derrumbe woke de 2024, con el escándalo de Íñigo Errejón —acusado de plagio y postureo feminista mientras el 35% de mujeres españolas reportaban acoso laboral sin avances legislativos sustantivos— revela cómo la pureza discursiva paraliza la acción, dejando intacta una brecha salarial de género del 18,5%.

Globalmente, el #MeToo de 2017, que derribó a Harvey Weinstein pero no alteró la subrepresentación femenina en Hollywood [solo un 20% de directores mujeres en 2023, pese a campañas masivas], ilustra el sabotaje perfeccionista: soluciones parciales canceladas por impureza, transformaciones urgentes diluidas en performatividad. Marga López y Rita Macedo, en sus Beatriz y Ándara —carnalidad herida, deseos no sublimados—, encarnan lo que Nazarín elude: la humanidad contradictoria, erótica, social. Su “amor cristiano” es frialdad teológica, una violencia pasiva que, en el colapso psicótico de Beatriz, genera daño tangible. López desgarra con esa vulnerabilidad genuina, un eco de las mujeres reales que, en agendas woke, son reducidas a categorías abstractas —”víctimas interseccionales”— mientras sus necesidades concretas [vivienda, salario igualitario] languidecen.

El calvario carcelario de Nazarín —esa confesión temblorosa: “Me cuesta perdonar… pero te desprecio”—, magistral en Rabal, expone la tiranía de la virtud: el perdón forzado como automutilación, la tolerancia absoluta como sumisión al opresor. Ignacio López Tarso y Luis Aceves Castañeda, como el Sacrílego y el Parricida, irradian una honestidad brutal que Nazarín teologiza en demonios. Buñuel, con su herencia jesuítica lacerante, no caricaturiza la fe, sino su desvío: la no-violencia contextualizada en pasividad cómplice. Nazarín, mártir voluntario, fetichiza la victimización como autoridad moral, un eco en el woke contemporáneo donde el sufrimiento identitario —decolonial, queer— se capitaliza simbólicamente sin resolver desigualdades materiales. En España, la ola antiwoke entre jóvenes [con un 40% de varones de 18-24 años rechazándola en encuestas de 2025, según EL PAÍS] critica precisamente esta confusión entre tolerancia y sumisión: leyes LGTBI+ que censuran el “lenguaje ofensivo” pero ignoran la precariedad juvenil [tasa de paro del 28% en Andalucía], priorizando la corrección sobre la justicia distributiva.

Internacionalmente, el backlash contra Nike’s Kaepernick [2018], donde el “virtue signaling” racial generó 6 millones en ventas iniciales, pero no redujo la brutalidad policial [con 1.127 muertes por tiroteos en 2023], muestra el rechazo a soluciones imperfectas: alianzas contaminadas canceladas por ideales inmaculados, dejando el racismo estructural intacto.

Por otra parte, Jesús Fernández [Ujo] y Noé Murayama [Pinto] irrumpen como contrapuntos vitales: honestidad erótica, violencia sin teologizar. Ándara, en Macedo —dureza sobreviviente, mirada que lee el poder—, acusa la parcialidad de Nazarín: su “amor igual” es abstracción que ignora preferencias carnales. Su pragmatismo —”huyamos”— choca con la ingenuidad suicida del cura: fe como negación institucional. En el siglo XXI, esto resuena en el rechazo woke a lo “imperfecto”: en España, el boicot a series como The Boys [2023] por “woke excessivo” —críticas por diversidad forzada que no aborda la explotación laboral en la industria audiovisual [con salarios desiguales del 22% por género]—, o globalmente, la cultura de cancelación que, según encuestas de Xataka [2021], afecta al 50% de jóvenes como virtue signaling excesivo, silenciando disidencias sin transformar sistemas.

La escena final de Nazarín es ambigua en su interrogante: la piña ofrecida por la frutera anónima invierte el flujo caritativo, despojando a Nazarín de su pedestal. Rabal, en ese quiebre ocular —humedad no mística, sino epifánica—, murmura “Que Dios te lo pague” como autodesenmascaramiento: su dádiva era yoica, no altruista. La fruta terrenal, sin eucaristía, simboliza la caridad genuina: simple, despretendida. Buñuel, con ritmo procesional que no embellece el polvo mexicano, nos lega una austeridad filosófica: la bondad debe ensuciarse, confrontar, transformar. Cuando Beatriz y Pinto lo ignoran en su vía al calvario, se consuma su evaporación: influencia superficial, amor cristiano como espejismo.

En esta era de “woke capitalismo” —donde multinacionales como Disney invierten 250 millones anuales en diversidad [2023] pero mantienen brechas salariales raciales del 20% en sus estudios—, Buñuel nos interpela: ¿bondad efectiva o pureza estéril? Vivimos la fetichización de la victimización [sufrimiento como badge moral en TikTok, con 1.5 billones de views en #TraumaTok en 2024], la sumisión tolerante [inclusividad que no redistribuye], la parálisis ideológica [cancelaciones que boicotean soluciones parciales, como la reforma migratoria Biden de 2021, vetada por puristas de izquierda]. La lección no es abdicar la compasión, sino probarla en el crisol material: una moral que prioriza la pureza sobre el alivio es inmoralidad refinada. Buñuel, en 1959, nos deja sin epifanía, solo la pregunta: en un mundo inmoral, ¿cómo ser moral sin cómplice? Quizá la ausencia de respuesta sea el espejo más crudo de nuestra contradicción: la virtud, sin acción, es el vicio supremo.

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Etiquetas: lecturaprogresistaSiglo XXI

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