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El valor del aire

Nunca antes había pensado y valorando tanto el poder respirar, una función automática del cuerpo. Hoy la cuento, la cuido, la descifro

Si yo les hablo hoy de una bola de boliche de color azul, blanco y rojo, mamalona de modelo Spirit 76 Ebonite, todo mundo me va a tirar a loco. En esa época, por los 80’s, era lo más fregón que existía para jugar boliche. En aquella época tener tu bola era como si hoy tuvieras una mesa en el República. No exagero. Era raro y exclusivo.

Mi hermano la tenía por que había que consentirlo, por que se estaba mordiendo, por que estaba como hoy muchos, conectado al oxígeno y sin embrago él sólo quería terminar la prepa, pero un Legionario sin cerebro, el “padre Cortez “ decidió que si no acudía a la escuela, eso no pasaría nunca.

¿A qué “chavillo” no le hace emoción ir al boliche? Quizá mucho más, por comerse unas papas grasientas atascadas de catsup y salsa Buffalo, una Coca-Cola con mucho hielo, un manjar inenarrable en esas alturas de la adolescencia. Es la oportunidad maravillosa de que se pueda demostrar, con el grupo de amigas, que se tiene un poco más de testosterona que los demás. Incluso en una época más reprimida, ver como las amigas se cambiaban los tenis de calle por los zapatos del boliche podía ser un momento hasta “sensualoso”.

Estoy hablando de los 80’s y 90’s. Hoy a muchos lectores estas líneas les pueden resultar entre morbosas e incomprensibles, pero en aquella época estábamos domados y controlados por los designios de curas santos que se cogían a sus alumnos, Maciel&Co. Ellos sí podían liberar los demonios que atrapaban su próstata, pero lo demás hasta ver los pies de tus amigas era una putería supina.

Andábamos en esas épocas, cuando mi hermano Mauricio enfermó gravemente de un “virus” que debilitó su corazón. Les cuento sin amargura la historia de mi familia. Mi madre Julia Rojo llegó de España huyendo de la guerra civil. A aquellos que saben de la historia de Franco y sus gilipolleces, el apellido les dirá algo, a los que no, se los dejo barato, Franco fue sin más, un dictador. En esos tiempos mi madre llegó a México y se casó con un empresario de apellido Sobrado, que finalmente tenía la misma mala salud y suerte que toda su familia, que a la postre, los chavillos, supieron rescatar.

Ricardo fue el nombre de su consorte con el cual procreó tres hijos: Ricardo, Alejandra y Mauricio. Mis hermanos. Eso de decirles medios hermanos por que son de distinto padre, es como decir que una mujer está medio embarazada. O son hermanos o no lo son, estos tres extraordinarios cabrones, fueron mis hermanos. Me cambiaron la vida, aunque no conocí a Alejandra por ejemplo. Pues fue una niña que murió a los siete años y cuando estaba muy enferma sólo le pidió a su mamá que de regalo de su último cumpleaños ella quería hacer su primera comunión, muriendo días después. 

No se confundan,  después de conocer a la pandilla de Maciel, Huicho y compañía no me impresionan mucho los mártires religiosos, pero si me impactan las niñas de esa edad que mueren abrazadas a sus convicciones y una de ellas era mi hermana, me llena de orgullo y se me nublan los ojos solo de pensarla.

Después Mauricio enfermó de distrofia muscular, que supimos tiempo después, era una herencia del señor Sobrado, que no se podía curar. Murió a los 18 años en el ABC de Observatorio, abrazando con amor a toda su familia. Inmediatamente después  mi hermano Ricardo empezó con problemas para caminar.

En ese entonces nadie entendía un carajo de esa enfermedad. Por lo cual, como si se tratara de una novela de García Márquez, acudimos a todo el “irrealismo latinoamericano”. Me consta y fui testigo de cosas extrañas y de charlatanes hijos de puta.

En León un hombre que trabajaba en Telmex que curaba sin duda, un charlatán en Naucalpan que cobraba por extraer el “tumor”, que colocaba sanguijuelas  entre algodones con un movimiento digno de David Copperfield, hasta un uraño en una caverna en el cerro del Obispado en Monterrey que con piedras y energía prometía que el desequilibrio causado por la fecha del nacimiento sería totalmente “reequilibrado “.

Años después, un doctor de apellido alemán impronunciable le anunció a mi hermano su sentencia de muerte. Era junio de 1987 y claramente le dijo, que en diciembre moriría en virtud de la distrofia muscular, enfermedad que apenas andaban calando, investigando e indagando los gringos. Como todos los alemanes, el puto teutón fue tan puntual que mi hermano murió el 10 de diciembre. Ni más ni menos. Él pronóstico se cumplió.

Su hijo Ricardo, ha sido uno de los seres más fantásticos que la vida y mi hermano me heredaron. Mi hermano, antes de morir, se casó con una mujer fantástica llamada Fabiola y tuvieron a Ricky, un cabrón que en sus 28 años llegó a enseñarme como amar la  vida.

Ricky decía que no sabía, pero sin duda él sabía que su vida sería breve y llegó a transformarnos a punta de amor, coño, que cabrón que alguien quiera imponer sus condiciones con amor. Pues este wey lo hizo. 

Cuando murió, un sábado a las 11:40 de la noche que exhaló su último aliento en mis brazos, me había enseñado que lo importante es lo que disfrutabas y abrazabas a los tuyos. Amo y amaré que los abracé, a todos mis hermanos, hasta que nos cansamos de ser cursis. Hoy sus abrazos son un alimento para mi alma.

Todo esto, ¿para qué se los escribo? Por que esa bola de boliche, que hoy la pueden comprar en mil pesos en cualquier plataforma de venta por las redes, la dejamos mi hermano Ricardo y yo para usarla cuando él estuviera bien. Por que siempre fue un símbolo que era el signo de su cura.

Pues tristemente nunca la utilizamos, ni siquiera con su hijo, la bola está en su muy ochentera funda y no sirve más que para recordarme que no hay que guardar nada más que el amor.

Hoy aún somos lo mismo. Hoy que nada puede diferenciarnos de Slim, de Musk o de Bezos. Por que solo valemos por que podamos albergar en nuestros pulmones un aliento, debemos de entender, que vale una chingada, nuestro apellido, nuestras cuenta bancaria, por que solo vale  nuestra capacidad pulmonar.

Si Gates tiene en un momento coronavirus y sus pulmones no quieren respirar, vale tanto menos que nuestro perro que plácidamente duerme respirando en nuestro regazo.

Nunca antes había pensado y valorando tanto el poder respirar, una función automática del cuerpo. Hoy la cuento, la cuido, la descifro. Pero sin duda, vale lo mismo mi aliento, que el del mismísimo Trump. Hoy los humanos somos iguales, solo vale nuestro pulmón.

Por eso, hoy hubiera deseado, tronar, rodar esa bola, Spitit 76. Escucharla deshacer los pinos. Tenerla entre mis manos y que algunas chuzas me hubiera otorgado. La realidad me devasta: no está Mauricio, no está Ricardo, no está Ricky y solo queda la bola que hoy a nadie importa si tira un puto pino o se pudre en su funda.

En fin, las enseñanzas del puto bicho de mierda que acabó con mi familia, es que valoremos cada minutos, a cada persona y que apreciemos como un carajo la vida.

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