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Los estertores de la muerte

 

El eterno dilema de la propiedad de la vida, se ha despertado de nuevo con un drama inenarrable, el caso del bebé Charlie Gard. Un pequeño de 11 meses afectado de una grave enfermedad congénita que evitaba el desarrollo celular. Un Tribunal decidió que no debía de ir a un tratamiento experimental que iba a prolongar su vida unos meses y además mandataba que fuera desconectado de las ayudas de vida para que finalmente muriera en lo que llaman los ingleses y los norteamericanos un hospicio, un lugar en donde dan cuidados paliativos. Los cuidados paliativos, son una serie de medidas en las cuales se trata de minimizar el sufrimiento, suministrando sedantes y analgésicos que no prolonguen la vida infringiendo un sufrimiento innecesario, concepto conocido como “encarnizamiento terapéutico”, práctica en contra de la cual se encuentra incluso la Iglesia Católica. En uno de estos lugares murió Terri Schiavo. Esta mujer que finalmente fue desconectada un 31 de marzo del 2005 después de una cruenta batalla legal entre sus padres y el esposo, los primeros argumentaban que el cónyuge quería la muerte de la mujer por el seguro de vida. Solo qué hay que tomar en cuenta que llevaba 15 años en estado vegetal, debido a un fallo cardíaco provocado al parecer por un desorden alimenticio. La mujer en su juventud llegó a pesar 115 kilos y la bulimia fue un fantasma constante.

Quizá el caso más emblemático de decisión sobre la vida de un ciudadano por parte del estado, se presentó en España. Ramón Sampedro fue un marino gallego aquejado con tetraplejia, causada por las lesiones que sufrió al tirarse un clavado. Condenado a no mover más que los músculos faciales y postrado en una cama, llevó a cabo una batalla legal para pedir se le permitiera llevar a cabo un suicidio asistido, conducta penada severamente por el Código Penal de ese país. En la actualidad la prohibición sigue vigente, incluso tratándose de la voluntad inequívoca de la persona que se prive de la vida pero la pena fue reducida drásticamente hasta quedar entre 5 y 2 años de prisión. Lo anterior llevó a Sampedro a idear una muerte por suicidio en donde encargo a amigos y familiares una serie de acciones que para ellos eran inconexas, pero que le permitieron a Ramón morir por ingerir una fórmula con cianuro, sin responsabilidad penal para los participantes. Esto sucedió el 12 de enero de 1998. Quien más cooperó fue su amiga Ramona Maneiro, quien fue detenida pero liberada a los pocos días por falta de pruebas.

Del drama vivido por el gallego quedan dos documentos por demás dramáticos que fueron escritos con la boca y un aparato inventado por el mismo y transcritos por su padre y sobrino: “Cartas desde el infierno” y “Cuando yo caiga”. En ambos libros se da cuenta del drama de alguien amarrado a la cama y a la vida.

Sin entrar al terreno de la religión, en donde las posturas son inamovibles y la vida solo es propiedad de un Dios que la otorga, el drama que se sufre por algunos valientes seres humanos no se puede describir en libros sagrados, códigos y constituciones. El dolor y la desesperación es real, y el ofrecimiento del mismo hay veces que está mucho más allá del ofrecimiento de un puro sacrificio.

En la historia de mi vida, me ha tocado acompañar a tres seres extraordinarios que lucharon en contra de enfermedades terribles. Mis dos hermanos y mi sobrino. Aquejados con distrofia muscular progresiva, fui testigo de cómo sus músculos iban muriendo hasta literalmente apagarse y ahogarlos, dejarlos sin la capacidad de un músculo cardíaco latente y unos pulmones funcionales. Hoy en día sé en que acabo la historia, los tres perdieron la batalla. Era imaginable el final, pero creo que si alguno de ellos me hubiese pedido que lo ayudará a terminar su sufrimiento, lo hubiera hecho. No dejo de reconocer que desde el tiempo transcurrido y la cobardía de la tablet es fácil escribirlo, pero seguramente en el momento decisivo las dudas me hubieran triturado el alma. No le temo a las consecuencias legales, no por bravo ni valiente, ver a una persona que amas tanta llorando y maldiciendo su suerte, su Dios y su mundo es suficiente para abrazar sus propósitos y olvidar muchas consecuencias, las penales entre ellas. Pero la culpa, la duda de sí hubieran podido salvar su vida y mejorarse, hoy disipadas con su muerte, me seguirían hasta estos días estoy seguro.

Se que son asuntos distintos los tres aquí planteados, el del bebé Gard, que desgarra su historia y su álbum fotográfico desde el vientre hasta su ultima cuna y su último aliento, el de Terri Schiavo y su mirada pérdida y mis familiares que a ellos los pude abrazar con el estertor de la muerte en la garganta. Pero al final, nos llevan a la misma pregunta: ¿Tiene el estado el derecho de decidir sobre la vida o la muerte de un enfermo? La voluntad anticipada, el suicidio asistido, la eutanasia han sido algunas respuestas jurídicas. Pero el misterio de la muerte en si misma, del sufrimiento imparable, de quien puede o no resistirlo, es algo concomitante paradójicamente a la vida y ese no tiene respuesta, por lo menos en este lado de la existencia.

 

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