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Ismael Rodríguez, el director que trajo la modernidad al Cine de Oro

Ismael Rodríguez, el director que trajo la modernidad al cine de Oro

Su trilogía iniciada por Nosotros los pobres (1947) es la epopeya de una lucha de clases de resonancias telúricas y traslados evidentes

Ismael Rodríguez fue un editor, sonidista, fotógrafo, asistente de dirección e incluso actor dentro de la industria cinematográfica de la Época de Oro del cine mexicano.

Nacido el 19 de octubre de 1917, poseía un gran talento que le permitió dirigir a grandes actores nacionales y extranjeros; tales como Pedro Infante, María Félix, Dolores del Río, John Carradine y hasta Toshiro Mifune, actor predilecto del director japonés Akira Kurosawa.

Hablar de él es también hablar de la celebración del cine mexicano. Dotado de una notable intuición comercial y de una incomparable capacidad creativa y técnica, construyó  un universo fílmico a partir de un folklor percibido como caduco y del carisma de sus personajes.

Nació en la ciudad de México. Pasó su infancia en una vecindad de tres patios de la colonia Doctores; al menos hasta que la persecución religiosa afectó a su padre católico, quien decidió mudar a la familia a Los Ángeles,  cuando Ismael tenía nueve años.

En Estados Unidos aprendió el oficio cinematográfico con sus hermanos mayores, Joselito y Roberto, que ya tenían trayectoria como sonidistas en el fugaz cine hispano producido por Hollywood. Los hermanos Rodríguez regresaron a México para sonorizar “Santa”, la primera película del cine sonoro mexicano, en 1931.

En esa época, Ismael jalaba cables y apareció como extra. Fue hasta los 25 años que comenzó a dirigir. De película en película fue conformando un equipo al estilo del teatro de revista. Con Pedro de Urdimalas, Carlos Orellana y Rogelio González, delineó tramas, situaciones y personajes que sintetizaron la ebullición de una identidad nacional tan sufridora como centralista.

Su tropa de actores de soporte eran Amelia Wilhelmy, Delia Magaña o Fernando Soto «Mantequilla»; damas jóvenes como Blanca Estela Pavón, Amanda del Llano o Irma Dorantes; estrellas infantiles como Eva Muñoz «Chachita» y María Eugenia Llamas «La Tucita»; y héroes románticos como Pedro Infante.

Quizá el mayor aporte cultural de Rodríguez fue el perfeccionamiento de una mitología urbana; es decir, mostró la modernidad de un país de raíces agrarias. Consiguió reivindicar al arrabal y erigirlo en el centro de la patria.

Mostraba vecindades de tres patios, lavaderos colectivos como repositorio de los chismes; por supuesto, los dramas; bullicio e ingenio verbal como única forma de afrontar la diversidad de orígenes, oficios, vicios, aspectos y valores morales; también retrataba el culto al trabajo, a la familia y a la pobreza.

Asimismo, capturaba la esperanza perenne en la inminencia de una fortuna inalcanzable; confianza excesiva en la bondad esencial de la pobreza; y desconfianza innata en el poder y en la maldad intrínseca a la riqueza.

Por ejemplo, su trilogía integrada por Nosotros los pobres (1947), Ustedes los ricos (1948) y Pepe el Toro (1952) es la epopeya de una lucha de clases de resonancias telúricas y metáforas evidentes.  En las dos primeras cintas, los Pobres, el pueblo puro de corazón, llora como Chachita cuando le arrancan de las manos su Cantinflas de trapo. No obstante, consiguen  imponer su triunfo moral sobre unos Ricos exhibidos en su carencia de honor y finalmente ocultos tras el misterio de sus fortunas mal habidas.

La modernidad se refleja en la tercera cinta. Se transita de la barriada a la aséptica colonia residencial para terminar con un Pepe boxeador que se libera de su sufrimiento acumulado mientras se integra a la clase media.

Así, Pepe el Toro se consagra como el prototipo aspiracional del capitalino de barrio. Es un galán musculoso, cantador, seductor incontinente; además, un macho siempre listo para defender el honor de los suyos.

Desde otra perspectiva, en A toda máquina y ¿Qué te ha dado esa mujer? (1951) Rodríguez naturaliza a la clase media como aspiración colectiva. Los apuestos agentes de tránsito Pedro (Infante) y Luis (Aguilar) muestran que se puede triunfar y ascender con carisma, lealtad y trabajo.

Un par de muchachos alegres dominan la ciudad mientras cantan «Parece que va a llover», en un gozoso relato de superación y respeto a la ley.

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Maldita ciudad (1954) cierra el catecismo del buen aspirante a capitalino en el medio siglo. Es una suerte de fábula truculenta sobre las ventajas de la migración y de sus peligros morales. En detalle,  cuenta la historia de un respetable médico provinciano, instalado en el multifamiliar Miguel Alemán, que se ve sumergido en la tentadora modernidad alemanista, de amantes, pachanga y dinero fácil. Las cosas terminan mal, hasta desbarrancar a su familia por ceder a la corrupción.

Es así que el cine de Ismael Rodríguez es el eclipse del rancho y la aparición de una ciudad ya consagrada; lugar donde la modernidad arropa a la tradición y le da nuevos cauces para seguir protegiendo a “los suyos”. El escenario que coloca es una urbe donde la vecindad es extensión del pueblito abandonado, con su propio código de honor compartido.

Sus películas de tema rural son prolongación del relajo capitalino, inauguración de la mirada turística sobre un folklor de mariachis y papel picado.

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CAB

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